3 de marzo de 2011

7 Febrero de 2011


Me sentía completa en mi mundo, hábitat interminable de maravillas, sueños e ideales; la perspectiva de que todo sería posible alguna vez. El hambre de verlo y serlo todo. Con las ideas más claras que nunca en mi vida, cabalgaba aferrada a lo que defendía, me maravillaba y me horrorizaba con la belleza y la injusticia del mundo. La vida era feliz y plena, y todo lo que necesitaba realmente habitaba dentro de mí.

Algunos años después la realidad devoró mi reino, y todos aquellos tesoros se disolvieron como polvo de juventud.

Fuera de él me encontraba perdida. No había un propósito o una pasión que supiese desarrollar en el plano real y posible. Mis pasiones eran abstractas, indefinidas y escurridizas.
Permanecían las ganas de verlo, de conocerlo todo, quería conocer cada rincón del mundo y del tiempo, me maravillaba la historia, el gran cuento del hombre, los abismos de eternidad. Los eternos y los inmortales del hombre. Quería saber que se escondía detrás de cada puerta cerrada de la ciudad, que historia había dentro de cada casa, qué clase de espíritu encerraba cada cuerpo del mundo. Quería espiar que sería de nuestra raza en el futuro. Quería sumergirme en la música, en el arte, en la pasión de los amantes más verdaderos, en la más poderosa amistad, en las conversaciones de las mentes más iluminadas. Tenía hambre de humanidad, tenía horror de la humanidad, una fuerte convicción en la falla de la raza y un amor, no particularmente a ella, sino a todo lo vivo, todo lo que valiese la pena defender.
Me encontraba ante el filo de la adultez, de la aceptacion y la constancia. Una vida más. Lo aceptaba, ya no era una niña y sabía que cada alma del mundo guardaba la misma historia detrás de sus labios.

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