1 de noviembre de 2011

¿Es la mística con que uno ve el mundo cuando es joven, o realmente se ha vuelto más pequeño? Crecer en una época de cambios acelerados te quita la posibilidad saberlo a ciencia cierta. Creo que es un poco de ambas. El mundo se volvió más pequeño, parece que ya no hay misterios. Todos sabemos todo, nadie sabe nada. Las personas de mi ciudad son cada vez más autómatas, menos profundos, más impacientes. Tenemos menos momentos de silencio, de reflexión, de preguntarnos las cosas e interiorizar el pensamiento propio, de ver el sol o las estrellas, de hacer las cosas simples, de pasar un momento juntos improvisto, no planificado.
Nos sentamos a ver nuestra serie favorita. Nuestra peli de zombies favorita. Nos sentamos a ver el fin del mundo mientras esperamos el fin del mundo.
Lo queremos, todos, secretamente. No uno definitivo y veloz. No uno que acabe con la tierra y toda la humanidad. Queremos el final que nos permita empezar de cero, que nos ponga a prueba. Queremos el final de la sociedad, de la energía, de la ciudad; deseamos la destrucción de nuestros trabajos, del dinero y de todas las necesidades poco necesarias. Yo lo quiero. Quiero el fin del mundo. Quiero un nuevo comienzo. No se trata de no cometer los mismos errores, no se trata de mejorar. No creo en la humanidad, somos lo peor que le podría haber pasado a este planeta. Es solo el deseo egoísta de poder vivir la vida real. La que se supone que debíamos tener y que miles de generaciones de humanos arruinaron. Ya no sabemos arreglarlo, y somos como un chico que rompió un juguete y lo esconde esperando que reaparezca sano.