3 de diciembre de 2015


Los siglos de mazapán no me alcanzaron para amasar la incoherente realidad de existir en un jardín de casualidades y hechos sordos. Mi existencia es infinita y mi cuerpo no decae, me convenzo, porque mi desesperada mente inmortal viaja a través de lo conocido y desconocido, y crea universos solo para escaparse de la parca.
Y sin embargo en los sueños me persigue, tan gris y negra, tan cliché con su sonrisa cadavérica y su guadaña filodiamante. Nado entre ríos de cadáveres con tal de perderme de ella, hago cosas impensables para burlarla.
Pero ella sabe, y yo sé. No tiene prisa y siempre, siempre sonríe.
¿Qué vida tendría que tener para estar satisfecha cuando su mano se cierre alrededor de mi muñeca?
¿Qué debería hacer hoy?
¿Dónde puedo estar a salvo de ella?
A veces pensé que tenía un refugio, o que había encontrado el lugar perfecto para que me encuentre.
Un agujero negro donde toda existencia era absorbida en un instante que valía por todo: el tiempo, el conocimiento, los besos y los pensamientos de toda mi infinita humanidad.
Allí me encontraría y sería yo quien sonriese por que la había burlado, había dado un paso más allá, del otro lado del infinito.
Vuelo de nuevo, los refugios pasados son ruinas, patrimonio de la humanidad, y otros descubren llenos de placer lo que alguna vez construimos e intentan comprenderlos con sed arqueológica, pero yo no puedo regresar. Como en los sueños, el camino es solo hacia adelante, y aunque lo desees con todas tus fuerzas, los tesoros que encuentres en el camino no aparecen debajo de la almohada.

Ella me espera cuando abro los ojos, cuando los cierro. En días como estos mi infinidad no alcanza para ponerle distancia. 

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