Los siglos
de mazapán no me alcanzaron para amasar la incoherente realidad de existir en
un jardín de casualidades y hechos sordos. Mi existencia es infinita y mi
cuerpo no decae, me convenzo, porque mi desesperada mente inmortal viaja a
través de lo conocido y desconocido, y crea universos solo para escaparse de la
parca.
Y sin
embargo en los sueños me persigue, tan gris y negra, tan cliché con su sonrisa
cadavérica y su guadaña filodiamante. Nado entre ríos de cadáveres con tal de
perderme de ella, hago cosas impensables para burlarla.
Pero ella
sabe, y yo sé. No tiene prisa y siempre, siempre sonríe.
¿Qué vida
tendría que tener para estar satisfecha cuando su mano se cierre alrededor de
mi muñeca?
¿Qué
debería hacer hoy?
¿Dónde
puedo estar a salvo de ella?
A veces
pensé que tenía un refugio, o que había encontrado el lugar perfecto para que
me encuentre.
Un agujero
negro donde toda existencia era absorbida en un instante que valía por todo: el
tiempo, el conocimiento, los besos y los pensamientos de toda mi infinita
humanidad.
Allí me
encontraría y sería yo quien sonriese por que la había burlado, había dado un
paso más allá, del otro lado del infinito.
Vuelo de
nuevo, los refugios pasados son ruinas, patrimonio de la humanidad, y otros
descubren llenos de placer lo que alguna vez construimos e intentan
comprenderlos con sed arqueológica, pero yo no puedo regresar. Como en los sueños,
el camino es solo hacia adelante, y aunque lo desees con todas tus fuerzas, los
tesoros que encuentres en el camino no aparecen debajo de la almohada.
Ella me
espera cuando abro los ojos, cuando los cierro. En días como estos mi
infinidad no alcanza para ponerle distancia.